El estruendo de la moto
- Ruth Sicilia Torres
- 25 ene
- 7 Min. de lectura
Relato
Ruth Sicilia Torres

Cuando era una niña era muy mala estudiante, mi padre siempre me decía una y otra vez que, si no estudiaba y no sacaba buenas notas, o si mas adelante no elegía una carrera en la Universidad pues acabaría fregando platos, de cajera en un supermercado o limpiando baños… nunca le di mucha importancia, primero porque todos los trabajos me parecen dignos y necesarios y segundo porque en la época del instituto las materias son muy aburridas de estudiar.
En uno de esos vuelcos que te da la vida, pasé a la adolescencia y como que me dio por saber. Leer y escribir me había gustado desde pequeña. No voy a otorgarme todos los méritos, tuve algún que otro maestro que me estuvo dando mucho la murga para cambiarme las ideas, consiguió que primero hiciese un módulo superior y luego me matriculase en una carrera universitaria.
Sin embargo, siempre recordaré, cómo le decía yo a mi padre que después de tanto estudiar, que seguí con varios posgrados, cursillos… no sé, empecé a coger ese gustillo al saber y a seguir aprendiendo cosas, también que se llevaba por aquel entonces para rellenar el currículum.
Por eso cuando pasó aquella crisis del 2008 y toda aquella gente de mi generación con sus estudios y sus posgrados, sus masters y currículos de cuatro hojas, nos quedamos en el paro y sin trabajo, nos tocó buscarnos la vida como pudimos.
En mi caso pusimos un negocio de hostelería mi marido y yo. La verdad, como a mí me gusta mucho la gente disfrutaba de estar de cara al público, siempre se me ha dado bien, más por el hecho del trato personal y conocer a las personas, de escuchar, compartir y observar, que por el de servir, pero aún así, me encantaba decirle a mi padre que con todos los estudios que tenía, me pasaba el día fregando platos y limpiando baños
Me parecía maravilloso abrir por las mañanas y ya recibir a la gente, desearles un buen día a los estudiantes que sabía que tenía un examen, desearles esa suerte que no necesitaban porque sabía que habían estudiado, dar ese cariño de guiñar un ojo a los niños que solían venir por allí cuando pasaban con cara adormilada camino al colegio, un gesto simple saludo a los vecinos que a veces igual ni se paraban a tomar nada nunca, pero pasaban por la puerta saludando todos los días y era como sentirme en mi barrio, en mi sitio, con mi gente.
Entre todas aquellas personas habituales que pasaban por nuestras vidas cada día, estaba ella, bueno o quizá debería decir estaban ellos. Ella era una mujer tan bonita, con esa cara tan dulce, tenía esos mofletitos colorados, esa mirada triste que a veces miraba al infinito, pero siempre tenía una sonrisa que dedicar a quien le saludaba o a quien la miraba. Todas las tardes venía a mí bar y pedía un café con leche, descafeinado, con azúcar moreno y leche sin lactosa. La niña pequeña tomaba un zumo y el chiquillo mas mayor unas patatas fritas y un agua natural. El niño era diferente, siempre me dio apuro preguntar qué le pasaba, aunque yo le hablaba con naturalidad y él contestaba con abrazos y risas, no tenía lenguaje verbal, aunque era mayor que la otra, llevaba pañal y al comer y beber se le escurría algo de baba. Yo le sacaba un puñado de servilletas y la madre me sonreía a modo de gratitud.
Luego, los hijos corrían por la plaza, la madre los observaba desde su asiento y solo se levanta si el niño mayor perdía el equilibrio y caía al suelo, a veces le costaba volver a levantarse solo.
También observé que a veces algunos padres de la plaza se ponían nerviosos en la presencia de aquel niño y a la madre se le ponían los ojos llorosos, pero intervenía sin perder la sonrisa, a veces le daba un trozo de pan para tenerlo entretenido pensando que así el resto del mundo, aquellos a los que parecía molestar su existencia, no lo mirarían mal. Pero no servía de mucho. Siempre hubo quienes la llamaban para decirle cosas, incluso vi alguna madre acompañar al alegre chaval a la mesa de la madre para decirle que si podía tenerlo sentada un rato porque sus hijos le tenían miedo. Luego estaba la gente agradable que le daban la mano para dar una vuelta a su lado y también los desagradables que piensan que nunca se harán viejos y lo miraban con asco por si en su chaqueta les había dejado un poco de baba.
Moría de pena al observar el mundo cruel ante el que nos levantamos cada día. Pensaba en mi padre, le dio un ictus con 42 años y también caminaba con dificultad y le caía la baba, pero nadie delante de su cara le perdía el respeto como a este chico.
Los adultos pensamos que a nosotros no puede tocarnos vivir una situación similar, no tenemos empatía y no nos ponemos en los zapatos de los demás.
A veces le cambiaba el pañal en los aseos de mi bar, el niño era mayor, dejaba olor, pero yo echaba ambientador y ya está, sin embargo, había gente que murmuraba como si ellos no fueran nunca al baño y no solo dejaran mal olor, orinaban de pie y se salían y no eran capaces de limpiarlo siendo personas sin dificultad y sabiendo que en su casa no dejarían así el aseo, pero así es la hipocresía humana.
Me parecía tremendo que la gente comentara cosas feas a la espalda, como si esa mujer tuviera pocos problemas en su vida.
Me gustaba ver crecer a esos hermanos, verlos reír, ver que cuando la madre se levantaba a pedirme algo, la hermana pequeña continuaba dando de comer al mayor.
Era el chaval más conocido de la plaza, la mayoría de los niños lo adoraba y jugaban con él porque siempre iba dando abrazos. Con mis clientes también pasaba, de hecho, le ofrecían patatas cuando tenían y se paseaba por las mesas saludando y abrazando a la gente.
Había días que la madre no podía venir porque igual había demasiada gente o se celebraba un partido de fútbol y sabía que su hijo con los ruidos demasiado estruendosos se asustaba y salía corriendo o se estiraba del pelo y entraba en estado de ansiedad.
Incluso en fiestas típicas valencianas, como en fallas, en las que se tiran petardos, el niño no podía salir a la calle y decía la madre que tenía que cerrar bien las ventanas y las puertas por los estados de ansiedad en los que su hijo entraba con ese tipo de ruidos; por eso, la verdad, es que la gente era muy respetuosa en ese aspecto con los ruidos fuertes, si alguna vez alguna de las personas habituales del bar daba un golpe en la mesa o incluso daba una carcajada demasiado fuerte y veía que el niño se ponía nervioso, pedía disculpas, se acercaba a hacerle un gesto cariñoso para que se tranquilizara y solía funcionar, él se tranquilizaba
Era una plaza de lo más tranquila, nos gustaba mucho la convivencia, el hecho de que hubiese muy poca circulación, que los niños no tuvieran peligro, pudieran jugar al balón, con la bicicleta, cruzar de un lado para otro, lo normal es que todo el mundo nos conociéramos por la zona.
Sin embargo, nadie podremos olvidar nunca jamás aquel fatídico día en que todo cambió. Primero empezaron los grupillos de chavales que se ponían a beber en las esquinas más escondidas y llevaban altavoces con música. Recuerdo que al chiquillo aquella zona no le gustaba. Luego empezaron a llegar hasta el lugar en patinetes y en moto. Los patines cruzaban a tan gran velocidad que hubo algún que otro disgusto. Pero hubo un día en el que la plaza se volvió triste y negra, en que todo cambió. Hubo un día en el que un horrible estruendo llenó el barrio de dolor.
No sé, creo que nadie somos capaces de comprenderlo o poca gente entiende esos ciclomotores que tienen ese ruido en el tubo de escape, dudo mucho que hasta la misma persona que va montada en ellos pueda escuchar lo que sucede a su alrededor, pero ese día fue así, pasó por la calle que rodeaba la plaza, justo al lado de mi bar, una motocicleta con un sonido tan alto que ni siquiera en la propia terraza del bar nos oíamos unos a otros. Nuestro niño, nuestro querido chaval, de la ansiedad que le produjo ese desagradable sonido, estirándose de los pelos, salió corriendo de un lado para otro, a su madre no le dio tiempo a agarrarlo. Varios fueron los clientes que también corrieron detrás de él pero, al salir corriendo entre dos coches aparcados, una furgoneta de reparto que venía detrás de la moto no lo vio salir y lo golpeó. Saltó por los aires y al caer dio su cabeza contra el bordillo. Falleció en el acto. Creo que aunque la moto aún se estaba alejando, el silencio fue inmenso, fue un silencio de dolor, daba igual que la gente estuviese gritando y llorando, realmente lo que había era un silencio de dolor, no nos escuchábamos los unos a los otros, solo podíamos ver esa imagen, esa imagen que había causado un estúpido tubo de escape trucado que no sirve para nada más que para que a toda esta gente que tiene problemas con los sonidos pueda causarles una desgracia como la que sucedió aquel día en mi bar.
Desde ese día, cuando oigo, incluso a lo lejos, el motor de una motocicleta, con ese horroroso sonido, que si dijeras que es que sirve para que la moto sea más rápida, más bonita, pero que solo sirve para hacer daño y molestar… yo desde que lo escucho, aunque sea desde lejos… se me vuelve a partir el alma y el corazón, recuerdo a este niño que alegraba mi terraza, a estos hermanos, a esta mamá rota y a todo ese barrio que quedó conmovido.
Seguramente aquel chaval que conducía esa moto, que tendría 16 o 17 años no se dio cuenta de que con aquel ruido de su moto había causado la muerte de un niño con autismo, seguramente no se habrá dado cuenta de que, a su paso, por donde vaya, habrá causado otro tipo de ansiedades, a enfermos que estén descansando bajo sus ventanas un cáncer, una enfermedad larga y cuando pase con su moto les genere un momento de taquicardia.
No, ese chaval solo piensa, que cuando pasa por la calle la gente lo mira, igual se siente admirado y no, no lo miran porque sea algo chulo y divertido llevar ese ruido en la moto, lo miran por lo molesto que es escucharlo y más de una persona que haya vivido una situación igual o la misma que yo, lo mirará pensando si sería él quien pasó ese día y provocó la muerte de ese Ángel que nos alegraba la vida.




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