La comunidad
- Ana Guimarás
- 25 ene
- 8 Min. de lectura
Relato
Ana Guimarás Sanjuán

Apretujados alrededor de la vieja caja de metal, los asistentes observan las idas y venidas del operario al tiempo que niega con la cabeza. El ascensor reposa su esqueleto en la planta baja decidido a ignorar los intentos de reanimación del técnico que embute a duras penas su cuerpo rechoncho en el armatoste y cierra la puerta.
—¿Cuánto tiempo lleva allí dentro?
—Demasiado. Esto tiene mala pinta.
—¡Ya está el agorero del segundo B con sus predicciones de cuñao!
—No le hable así a mi marido.
—Esto es culpa del nuevo y de su mudanza. ¡El ascensor no es un montacargas para muebles!
—No invente, doña Trinidad. Vivimos en el mismo rellano y usted ha vigilado cada uno de mis gestos desde su mirilla. Sabe de sobra que he subido todas mis pertenencias por las escaleras. ¡Qué sólo es un piso, por Dios! Además, llevo más de dos meses instalado en esta caja de cerillas y el ascensor dejó de funcionar ayer.
—¡Esa peña guapa! ¿Qué pasa, vecinos?
—Por fin el niñato nos agasaja con su presencia.
—¿Me echabas de menos, bombón? Pasan muchas visitas por el tercero… Cuando quieras, yo también cruzo el pasillo y llamo a tu puerta.
—Más quisieras, pimpollo. ¿Estamos todos?
—A ver… Un, dos… ocho. Sí. Podemos empezar la junta.
—Habrá que esperar al dictamen del experto, digo yo.
Las ochos cabezas giran al unísono hacia la puerta desconchada. Por fin, los quejidos de las bisagras anuncian la temida sentencia:
—Tengo que ir a por una pieza. Volveré en cuanto pueda. Es lo que hay con estas antiguallas —se queja el trabajador por teléfono ignorando el murmuro que recorre el grupo reunido en el oscuro vestíbulo.
—Yo paso de pagar la reparación de esta chatarra.
—¡Claro! Cómo el señor banquero vive en el primer piso… Eduardo, tiene que pagar como todos.
—¿Quién lo dice?
—Los estatutos.
—A buenas horas elegimos a un abogado como presidente.
—Sé que subir los cuatro pisos por las escaleras es un engorro pero, entre tanto, tendréis que arregláosla. Yo ya me voy —concluye el operario mientras sigue con su llamada sin prestar atención a los presentes.
La figura rolliza ya cruza el umbral del edificio cuando se detiene y saca de su bolsillo un papel doblado por la mitad.
—Me olvidaba: he encontrado una nota pegada sobre el espejo, sin firma. Dice: «Nos vemos esta tarde a las 19h en el Cuarto A».
—¿Otra reunión?
—¡Si tuvimos una ayer mismo!
El técnico cuelga el móvil y desaparece tras la luz cegadora del mundo exterior.
—Ni se despide ni nada. Como si no estuviéramos. ¡Maleducado!
—El gordo este ha dicho que la circular no lleva firma. ¿Quién la ha escrito?
Todos niegan con aire de inocencia.
—Debería habérseme avisado. Para algo soy el presidente —contesta Daniel con el ceño fruncido. —Yo no tengo nada que ver con esta nueva nota.
—Que investigue Lucas. Al fin y al cabo es nuestro Hercules Poirot oficial. Seguro que termina por destapar al culpable.
—Menos guasa, chaval. Puede que me dé por investigar porque todo el edificio huele a porros. La nota será del tardón del administrador. Subamos a las siete y averigüemos de qué va todo esto.
Sin mediar palabra, el cortejo, encabezado por doña Trinidad, emprende la ascensión por las estrechas escaleras.
—¡Vamos, señora! No tengo todo el día.
—Te noto muy nervioso, Daniel… Te tengo vigilado —la anciana recorre con la mirada la fila de rostros expectantes— y a todos vosotros también.
En cuanto la octogenaria desliza los tres pestillos de su vivienda, el sonido de la mirilla arranca risas y protestas a parte iguales.
—Daniel, la vieja sabe algo.
—¡Cállate, Eduardo! Para de empujarme y métete en casa. Ya hablaremos.
Obediente, el banquero se apresura en abrir la cerradura sin atreverse a contestar al abogado que salva los escalones hasta la segunda planta en un suspiro. El portazo sobresalta a Rebeca, la inquilina del tercero, que tropieza y a punto está de caerse.
—Cuidado, señorita. Estos peldaños son traicioneros.
—¡Emilio! ¿A ti que más te da si esta fulana se rompe la crisma?
—Cariño, yo no…
—Sin faltar, señora Aguilar, que yo me gano la vida de forma honrada.
—¿Por eso le pasas notitas a mi marido por el ascensor?
—Por favor… No uso boli ni papel desde el instituto. A ver si nos modernizamos — ironiza la muchacha al tiempo que exhibe su smartphone de última generación.
El ama de casa, al borde la crisis nerviosa, empuja a su esposo dentro del domicilio y, sin esperar a que la puerta amortigüe sus gritos, entona su bronca diaria.
—Ya estamos en casa, mi amor —bromea Pablo al llegar a la tercera planta mientras observar con descaro las largas piernas de Rebeca, su compañera de rellano.— ¿Me invitas a una copa?
—Antes tendría que comprobar tu DNI, niñato. Mejor sigue con tus trapicheos y tus noches de Fifa con los pringaos de tus amigos.
La mano sobre el pecho, el despechado finge un infarto sin inmutarse por el dedo corazón que le ofrece Rebeca antes de refugiarse en su hogar.
—Menudo fiasco, donjuán.
—Me cago en… —la mano, aún aferrada al torso, se contrae con violencia—. ¡Lucas, macho, qué susto me has pegado!
El policía sonríe sin detenerse. A medio camino hacia la última planta, se vuelve e interpela a Pablo:
—¡Chaval! ¿No habrás metido a algún colega tuyo de okupa en el Cuarto A? Llevo toda la noche oyendo pasos allí dentro.
—¿En el piso vacío de las juntas? ¿Enfrente de la keli de un madero? ¡No soy tan gilipollas! Tampoco quiero echar a perder nuestra bonita amistad, compañero.
Lucas ignora el guiño de ojo de Pablo y desaparece a lo alto de las escaleras de caracol.
—¡Vaya sorpresa! Por una vez, el fumeta y la vieja son los primeros en llegar a una reunión.
—Aquí viene el picapleitos…
—¡Y su perro faldero!
—¿Hablas de mí, maldito pipiolo? —contesta Eduardo sofocado por el esfuerzo de la subida.
—¡Callaos los tres! Escuchad…
Parado en el último peldaño, el banquero sigue con la mirada el dedo índice de Daniel que apunta hacia la puerta de la vivienda vacía. Con cuidado se reúne con sus vecinos. Unos pasos sigilosos se acercan en cuanto el silencio recupera sus dominios.
—¡La que faltaba!
Los pies de la señora Aguilar asoman por el recodo de las escaleras.
—¡Menudas pantuflas lleva la maruja!
—¡Insolente! ¿Dónde está tu amiguita? Sé que ha quedado con mi marido.
—¿La Rebeca? Más quisiera yo encontrármela por estos pasillos.
—Señora, aquí no está ni Rebeca ni su marido.
—¿Y qué tramáis todos vosotros tan calladitos?
—Se oyen voces en el interior del Cuarto A.
Los cinco cómplices pegan la oreja contra la madera desgastada.
—Puede que su marido y Rebeca se hayan adelantado.
La voz del policía paraliza al grupo.
—Joder, nano. Ya van dos sustos seguidos. Al final, me matas —se queja Pablo con la mano de nuevo sobre el pecho.
—¿Alguien tiene la llave?
Todos humillan la cabeza sin responder. Por fin, la señora Aguilar rompe el mutismo colectivo:
—Está bien. Emilio y yo nos quedamos una copia antes de pasar la presidencia a Daniel. No pensábamos acudir a la reunión de hoy pero tanto la llave como Emilio han desaparecido. He subido hasta aquí para pillarlo con las manos en la masa. Estoy segura de que está allí dentro con la guarra del tercero B.
Las miradas giran hacia la entrada sellada.
—El listo de tu marido hace negocios con las llaves porque yo mismo le compré otra para mis juergas —se ríe Pablo enarbolando la pieza metálica.
—Y yo —añade Doña Trinidad, los brazos cruzados, decidida a no dar más explicaciones.
—Admito que yo también hice un par de copias para Eduardo y para mí antes de entregársela al administrador —contesta el abogado. Otra llave reposa en su palma abierta.— Para nuestras reuniones…
Eduardo levanta las manos en señal de culpabilidad sin molestarse en enseñar su propia copia.
Lucas alza los hombros, desganado:
—Será que soy el único en no disfrutar de vuestra confianza.
—Menudo notición: ¡la gente no se fía del poli!
—A ver si te cierro el pico de un guantazo, chaval.
—¡Basta!
El grito ahogado tras la puerta sobresalta al pequeño comité que recula un paso cuando percibe el chirrido de la cerradura al deslizarse. Desde la rendija, una voz llega con claridad:
—¡Basta ya de tantas preguntas! Era una simple reunión. Todo esto es un accidente. No pienso destripar la vida privada de los vecinos ahora que no están.
—¡Es la voz del administrador! ¿Qué circo es este?
—¡Cállate, abogaducho!
El grupo vuelve a acercarse con cautela.
—Está bien. Perdonadme. Como entenderán, estoy nervioso. Empezaré con Daniel y su secuaz, el banquero. Han arruinado la paz de este edificio. Aprovecharon su posición privilegiada para comprar por dos duros las viviendas y eliminar la competencia. Luego forzaron el desahucio de todos los antiguos inquilinos negándoles cualquier tipo de financiación para poder subir las rentas.
—Esto es tráfico de influencia, Daniel.
—Cuidado con las difamaciones, Lucas.
—Vaya con el defensor de la ley…
—¡Shhh!
—Luego, está Pablo, el joven. Lleva meses llenando de gentuza esta finca con su tráfico de drogas.
—¿Con un policía viviendo un piso más arriba?
Todos se miran, atónitos.
—¡Allí dentro hay otra persona! Y no es mi marido.
—¡Silencio!
—Ya me dirá usted cómo el negocio del chaval pasó desapercibido.
—De la misma manera que todas mis denuncias en comisaría se evaporaron como por arte de magia: con la ayuda de un policía corrupto.
Los rostros giran de golpe hacia Lucas.
—¿Entiendes por qué nadie te deja una copia de la llave, Torrente de pacotillas?
El policía tuerce el gesto sin contestar.
—La vieja del primero es la típica cotilla que llama a todas horas para quejarse de los demás.
Todos ahogan una risa al descubrir el rostro escarlata de Doña Trinidad.
—Los del segundo B parecían buena gente… —La señora Aguilar emite un sonido de satisfacción y lanza una mirada de superioridad a sus compañeros.— …hasta que la prostituta del tercero B retuvo al marido entre sus piernas y la señora Aguilar se volvió loca por los celos.
—¿Rebeca es puta? De haberlo sabido hubiera aflojado la pasta en vez de intentar ligármela.
—No te enteras de nada, chaval. Deja ya los porros.
—Mi marido será un infiel pero nunca pagaría por acostarse con una ramera de tres al cuarto.
—¿Cómo me has llamado, desgraciada?
Detenida al pie de las escaleras, Rebeca se dispone a enfrentarse con su agresora cuando Emilio, escondido tras la estrecha espalda de su acompañante, intenta retenerla por el brazo.
—¡Emilio! ¡Yo te mato!
El grupo apiñado en el rellano impide a la señora Aguilar lanzarse sobre la joven que lucha por deshacerse de las garras de Emilio.
—¡Suéltame, imbécil!
—¡Uuuuh! ¡Riña de gatas!
—¡Quitaos del medio, inútiles!
—¡Sin empujar, tarada!
—Cariño, cálmate.
Entre empujones, la maraña de brazos y piernas se desplaza hacia el Cuarto A cuando la puerta se abre y el grupo se precipita en el interior cayendo de forma grotesca a los pies del administrador.
Petrificados, observan la escena que ofrece el luminoso salón: rodeados de focos y de policías trajeados con monos blancos, los cuerpos sin vida de los ochos vecinos, ordenados en fila, reposan sobre el suelo plastificado. Un técnico termina de examinar la vetusta estufa de gas usada durante las reuniones de la comunidad antes de concluir:
—No hay duda: intoxicación por dióxido de carbono.
—¿Cómo pudieron acceder a la sala de juntas si usted era el único que poseía la llave de la vivienda?
—No tengo ni idea —contesta el administrador mientras alza los hombros— pero está claro que el hecho de llegar tarde me ha salvado la vida.
El sonido del ascensor saca a los inquilinos de su letargo. Con ojos desorbitados, contemplan el lento ascenso del artilugio hasta su detención en la cuarta planta. El lamento de las puertas al abrirse les hiela la sangre cuando la gruesa silueta del técnico aparece en medio del desconcierto general. El operario, ajeno a la presencia de las ocho almas en pena, acaricia la madera del ascensor y exclama entre risas:
—Su ataúd está listo.
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