El regreso
- José Fco Gómez Rincón
- 25 ene
- 12 Min. de lectura
Relato
José Fco Gómez Rincón

Mecía el viento sus cabellos como a las velas del navío en que navegaba, acercándose, más y más, al puerto que hacía ya tantos años lo había visto partir hacía el otro lado de aquel tormentoso estrecho. Hacía tanto tiempo.
Atrás había dejado su casa, su país, sus padres y a sus amigos, partiendo hacía lo desconocido para defender las ideas de aquel tiempo nuevo. Años había pasado en el extranjero, luchando por una causa que él consideraba justa: la libertad, la igualdad y por encima de todo la razón. La razón. Esa palabra de la que había leído tanto de la pluma de sus autores favoritos, de tantos y tantos filósofos que con tanto disimulo defendían en sus escritos ideas de cambio, ideas que antes ya había visto su país triunfar en una guerra celebrada. Esa razón, en nombre de la cual hacía ya tantos años había tomado el alfanje, abandonado su patria y marchado, marchado al otro lado. Esa razón había sido traicionada y él, desencantado, volvía ahora, triste y pensativo, a su Inglaterra natal.
Lentamente, como la maduración del vino, se acercaba el navío al puerto de Portsmouth y recordaba las vivencias que había sufrido y disfrutado al otro lado del mar. El olor de aquella boca al mar de Inglaterra le recordaba el aroma que presidía su llegada a Francia, hacía ya tanto tiempo. Allí, al otro extremo del océano, había conocido el amor, había hecho amigos, bebido, comido, se había emborrachado, había conocido la victoria y la derrota y ahora, mientras el barco se dirigía a su embarcadero en el puerto, recordaba con ternura e ira la marcha que los acontecimientos había tomado al otro lado del mar Quién le hubiera dicho, cuando partió para luchar, que aquellos bellos ideales iban a llevar a un baño de sangre, a una orgia de horror presidida por el llamado “comité de salud pública”, que habría de destruir la utopía que las mentes más privilegiadas de aquél, su siglo XVIII, había proyectado.
La nave, al fin, atracó en el puerto y él, después de tantos años, ponía de nuevo el pie en su tierra después de que partiera en secreto hacía Francia, llevado hasta allí por la Sociedad de la Revolución, junto con caras extrañas y armas en abundancia. En secreto, pero, y de esto se había enterado en tierra extranjera, su país, Inglaterra, había estado apoyando a los revolucionarios, en venganza contra el rey de Francia por el apoyo que este prestó a las colonias americanas en su lucha. Sin embargo, la marea había cambiado, y lo que empezó como una revuelta terminó en revolución. Inglaterra, como España, había establecido un brutal bloqueo a la naciente República, impidiendo el regreso de los compatriotas que habían ido a combatir. El gobierno, temeroso de que estos retornados trajeran peligrosos ideales que incendiaran los ánimos de una población harta de la corrupción de los reyes y políticos. Europa era un polvorín, la más mínima chispa podría detonar un barril ya cargado de pólvora. Con el objeto de evitar algo similar, el parlamento, secuestrado por el rey, había aprobado toda una serie de medidas anti revolución. Las libertades individuales, de las que tanto había alardeado Inglaterra tras la Gloriosa, habían sido suspendidas en aras de la estabilidad del reino. Los sospechosos de “rebelión” eran vigilados y espiados. Cualquiera podía denunciar a cualquiera. El tribunal de la Inquisición se había instalado en Inglaterra y David, que acababa de poner pie en Portsmouth, apenas sabía nada de esto. Él solo esperaba poder vivir tranquilo, lejos del horror de la guillotina, de los artículos de Marat y las políticas jacobinas.
Después de un duro camino a través de la desolada campiña, David, llegó al fin a casa. Su familia había salido beneficiada de la Gloriosa. Al ser protestantes, a lo suyos, se les había reconocido el derecho a poseer propiedades, su casa y unos campos de un católico exiliado eran todo el patrimonio familiar. Patrimonio que ahora le pertenecía, pues durante su estancia en Francia su padre había muerto y su madre, al haberse visto sola, sin su marido y temiendo que su hijo amado hubiese desaparecido tragado por la tierra, se volvió loca y desapareció tragada por el bosque. Había huido de casa para ir a luchar a Francia, nada sabían sus padres de donde estaba. De la desgracia de sus amantes progenitores se había enterado en el pueblo. Apenado, entró en la que había sido su casa, ahora fría, pues hacía años que nadie la habitaba. Ni rastro quedaba del calor de hogar que David esperaba encontrar, se había quedado solo en el mundo. Había jurado morir por las ideas de la Revolución pero, lejos de morir, había visto morir a sus amigos y ahora se enteraba de que sus padres, sus amados padres, Sara y John, habían muerto solos, sin el hijo que un día desapareció sin más.
Con gran pesar en su corazón comenzó a desempaquetar el poco equipaje que había traído de regreso. Partió a lo desconocido sin nada, sin ropa, sin despedirse, sin información veraz. Partió completamente desnudo, libre de todo prejuicio, entusiasmado, dispuesto a averiguar las verdades por sí mismo en el “gran libro del mundo”, dejando atrás todo lo que en otro tiempo dio por seguro. Volvía más mayor, pero volvía con la experiencia de haber vivido en un país extraño. Volvía habiéndose percatado de que todo lo que una vez creyó, todo por lo que luchó en las barricadas de París, había sido traicionado; ni libertad, ni igualdad, ni fraternidad. Él seguía creyendo en aquellos ideales, pero su experiencia en el continente le había mostrado que el mejor modo de alcanzarlos no era mediante la violencia de una sangrienta revolución. No. Ahora que había vivido esa revolución, después de haber visto morir a sus camaradas y de haber leído a los auténticos sabios, a Voltaire, a Rousseau y sobre todo a Kant, se había convencido de que el camino a la edad de la razón, requería de una vía más larga, no de la precipitación. Había que destruir los prejuicios de épocas pasadas no por la fuerza, sino por medio de la razón. Esa era, se había convencido de ello, su tarea, a ello dedicaría su vida. No derramaría ya más sangre, ya había tenido más que suficiente. Si de verdad quería un mundo mejor, si de verdad tenía la certeza de que las ideas de la Ilustración eran las correctas, debía trabajar por su difusión a golpe de pluma. Ella le había mostrado el camino. La pluma es más poderosa que la espada. Los gobiernos, los dogmáticos, los tiranos y déspotas de todo el mundo no temen a las armas; las combaten con más armas, pero nada hay que pueda combatir el poder de la pluma. Su tarea ahora, era magna. Por voluntad libre, por el bien de la humanidad emprendería una nueva revolución. Una revolución escrita. Lo haría. Traduciría del francés y del alemán a aquellos grandes genios, contaría sus vivencias. La pluma sería ahora su fusil y la tinta su más letal munición.
Convencido estaba de su misión y mientras se la repetía una y otra vez, colocando todas sus cosas en sus correspondientes rincones, sentía afuera una presencia, como si le estuvieran vigilando. Había oído rumores extraños desde que desembarcó: el Parlamento había aprobado leyes de “salud moral”. Los sospechosos de actividades terroristas, de actividades revolucionarias, serían vigilados por las fuerzas del orden. David, sin embargo, no había creído tales rumores y en la prensa nada de eso había trascendido. Daba igual, se sentía observado. Conocía bien esa sensación. En Francia la había experimentado con frecuencia en las trincheras, en las barricadas, muchos lo miraban con recelo, todos desconfiaban de todos, nunca nadie sabía quién podía ser un traidor y luego, cuando los jacobinos tomaron el poder, las medidas de control ideológico se extendieron como una mancha de vino sobre la tela. Sin embargo, los recelos de David fueron disipándose conforme avanzaban los minutos. Se convenció a si mismo de que todo eran paranoias. Estaba en Inglaterra, un país libre, el Parlamento no espiaría a un ciudadano, sería vulnerar los derechos establecidos en la constitución de Cromwell. La Constitución le protegía y allí, en su tierra, la gente nunca dejaría que aquel sagrado documento fuese violado de una manera tan flagrante. No. Ahora estaba en Inglaterra. Con total libertad un hombre podía publicar libros y opiniones. Con toda libertad podía expresarse; podía vivir donde quisiese y trabajar en cualquier oficio, todo trabajo que pudiese desempeñar un hombre, era digno de hombres. Eso sí que era libertad. David podía trabajar tranquilo, nunca sería censurado, nunca sería detenido; no había Bastillas en Inglaterra, ni medidas de “salud moral”. Tranquilamente, se sentó en la mesa y cogió uno de sus libros, uno de esos que había traído con él de Francia y comenzó a leerlo. Qué placer, deleitarse con la fina prosa de Rousseau, sin duda debía ser traducido al inglés. El tacto de las hojas, el olor de la argumentación racional, aquella fina ironía… no había duda, estaba ante uno de los grandes genios de su tiempo. Qué placer leer a Rousseau y su Du contrat social. Una maravilla.
Con gran pasión fue adentrándose en las páginas de aquel trabajo. Absorto en la lectura pero, la inquietante sensación de antes volvía y volvía, nunca desaparecía. David se sentía observado. Intentaba no darle importancia pero esa sensación era de lo más desagradable, no le dejaba concentrarse. Esperó en silencio mirando a la ventana de la casa. Esperó durante unos pocos segundos y entonces, rápido como una sombra de dudas, le pareció ver un destello rojo atravesando el espacio hueco que marcaba y definía la ventana. Una marcha de color sangre, roja esmeralda, cruzó por medio, interrumpiendo la sinfonía de colores verdes de los campos, valles y montes que se adivinaban, naturales, desde su ventana. Aquello sobrecogió a David que, de inmediato, salió de la casa intentando averiguar qué era aquello que había visto. Habían pasado muchos años pero aún recordaba el rojo de las casacas de los soldados. Había aprendido a temer a los soldados. Si era un militar el que andaba por allí ¿qué hacía? ¿Por qué un casaca roja guardaba su casa? David examinó cuidadoso los márgenes de su guarida, no vio a ningún soldado, no vio a nadie, pero no era necesario ver a un ser humano para percatarse de presencia humana. En el fango bajo la ventana encontró algo que aún le inquietó más, no era un soldado pero era una huella. Una huella de bota en el barro. En Francia había visto muchas y había aprendido a leerlas. Aquella no era de hacía mucho tiempo. Un par de botas acababan de pisar ese fango. A no mucha distancia de la casa encontró más y más huellas, no sólo de hombres, de caballos también. Pero lo que más inquietaba a David no eran esas marcas. No. Lo más inquietante fue encontrar marcas extrañas junto a las huellas humanas. David las reconoció de inmediato. Eran las marcas de las culatas de fusil. Era costumbre de soldado fatigado apoyar el arma en el suelo y descansar sobre ella. No había otra explicación. Unos soldados armados habían estado allí y no uno ni dos, al menos un pelotón entero, pues a algunos metros, huellas muy diferentes se apilaban formando una columna y el rastro dejado por algunos individuos pertenecientes a aquella masa llevaba directamente a su casa. No había sombra de duda, lo habían estado observando. Vigilando.
Sobrecogido por aquel descubrimiento, David corrió hacía su casa. Sabía lo que debía hacer, ya lo había hecho antes. Sabía que los libros y las notas que guardaba en casa podían condenarle; lo imposible estaba sucediendo y los rumores que había escuchado se habían materializado: el país en que esperaba encontrar paz y libertad se había vuelto loco. Los disidentes, los sospechosos de simpatizar con los sucesos revolucionarios de Francia, estaban siendo vigilados. Lo próximo era encarcelarlo. Lo sabía, ya lo había visto antes. Mientras corría a casa para esconder todo lo que pudiera comprometerlo, recordaba lo que pasó en el continente, recordaba cómo corrió aquel día en que se dio cuenta de la deriva que había tomado la Revolución, recordaba a Sophie.
Sophie, tan bella, tan buena, tan diferente. La primera vez que la vio él estaba en la barricada, esperando el asalto del ejército monárquico. Ella corría, intentando evitar las balas y salvas de artillería de uno y otro bando, esquivaba con gracia el fuego cruzado. No podía apartar la vista de aquella grácil figura.
Con el tiempo averiguó su nombre; Sophie, una mujer de clase acomodada, una hija de burgués, una católica practicante, una joven que aunque joven, aunque burguesa, no tenía la más mínima intención de apoyar ningún cambio, no antirrevolucionaria, indiferente. Sólo pretendía vivir y poder rezar a su Dios. Sophie, sus creencias religiosas la habían condenado. David estaba enamorado de ella desde el primer momento en que la vio y durante el tiempo que precedió a la guillotina compartieron vida y recuerdos. En el país que querían construir, en esa tercera edad, había sitio para todos: católicos, protestantes, ateos, todos eran iguales, todos eran libres, lo importante era ser humano y poder amarse. Cómo cambió todo.
Sophie, la buena de Sophie, la que no quería oír hablar de política, de revolución ni de guerra, la que no daba importancia a ser francesa o alemana, la que amaba a todos por igual, pues todos eran hijos de Dios. Aquel humanismo cristiano la condenó. Las salvajes hordas jacobinas entraron en su casa y se la llevaron. De camino a la “justicia de la plaza” la habían acusado de traidora y la habían denigrado hasta convertirla en algo semejante a un animal, David comprendió en aquel momento el significado de la palabra “avilir”. El “comité de salud pública” dictó sentencia: Sophie moriría. David llegó tarde a la plaza de París y sólo pudo ver aquella hoja, aquel monstruo mecánico caer sobre la vida de la mujer que amaba. Todo por ser diferente, todo por pensar de un modo contrario. Aquel día en que Joseph Ignace Guillotin le arrebató a su amor, aquel día en que Robespierre se convirtió en el diablo, ese día, David lo comprendió, aquella no era la vía para lograr la tercera edad. Sophie pagó con su vida el fanatismo de unos pocos. Aquel día David comprendió que la Ilustración había sido traicionada por la revolución.
Corría como el viento. David se había alejado mucho de su casa rastreando las huellas. Cuando estaba a unos metros de la casa de sus padres, con sus ojos inundados en lágrimas recordando a su Sophie, vio como la gente del pueblo rodeaba su hogar, cómo los soldados sacaban sus libros y sus notas de casa, cómo los recuerdos de sus padres se amontonaban unos encima de otros. Todo junto: sus libros, sus recuerdos, su diario, los retratos de sus padres, las cartas que había intercambiado con el único amor de su vida. Todo se apilaba en una montaña de objetos sin orden ni concierto. Todo junto, frente a su casa y los campos de sus padres. Veía como sus vecinos escupían a los libros de Voltaire y de Kant, a los objetos que había traído del otro lado del mar, al retrato de su madre. Implacable, como el más frio de los inviernos, el soldado anónimo de casaca roja prendió fuego a toda la vida de David. Todo ardió, sus posesiones, sus recuerdos, su amor, su dignidad se convirtieron en humo y ceniza frente a sus ojos.
Tomado por la ira se abrió paso hasta aquella pira funeraria, atravesando por la fuerza el cordón de soldados que rodeaba aquella hoguera. Arrodillado, sintiéndose solo, aislado, consiguió rescatar del fuego un trozo de papel donde habían escritas unas palabras: “avec chaque embrasser de mes lèvres et l’amour dans mon cœur, Sophie”. Abatido cayó David de rodillas entre lágrimas y melancolía; entonces lo comprendió. El miedo había puesto de rodillas a Inglaterra, el espíritu de Cromwell murió el mismo día en que Luís XVI fue depuesto. Donde el miedo establece su feudo, la libertad es decapitada. David había sido presa de la Inquisición. Dos soldados se lo llevaron preso mientras a lo lejos un tumulto gritaba “viva el rey Jorge”, “muerte a Robespierre”. De nada le sirvió a David haber abandonado las ideas de la violencia revolucionaria. De nada le sirvió el arrepentimiento de sus actos. El miedo había arrasado aquellas tierras.
Los días se convirtieron en semanas, las semanas en meses y estos en años, y desde la celda David vio pasar el tiempo, preso. El país donde esperaba encontrar refugio de los crímenes que había visto cometer al otro lado del mar, el país que esperaba poder mejorar haciendo ver a sus vecinos cómo la violencia sólo engendra dolor y sufrimiento, había decidido ser sordo, ciego y mudo. De la libertad en la que él quería vivir tras probar el fuego de la tiranía, de la paz en la que poder llorar a su amada perdida, nada quedaba. David moriría solo, en una oscura prisión inglesa. De él todos se mofarían, todos le acusarían de conspirador y terrorista, subversivo antisistema, simpatizante de Napoleón y la dictadura. En nombre de la libertad, fue condenado a cadena perpetua. Solo murió y en polvo se convirtió. Sólo muerto, sólo transformado en polvo en el viento, David pudo ser libre, humano. Sólo en el más allá la tercera edad de los hombres se hizo carne.
Tétrico, torvo y arrepentido, Hassan cruzaba la frontera con su pasaporte en la mano. Asqueado de violencia abandonaba las arenas y las ideas por las que hacía tanto tiempo que había escapado de casa siendo un niño. Escapado para enrolarse en una “guerra santa”. Hassan atravesaba la frontera que separaba el mundo libre del reino de la barbarie y mientras sus pies cruzaban aquella línea arbitraría del suelo recordaba la historia de David, el inglés, aquel que había muerto en el norte. Como él, Hassan, se había equivocado. Se apoderó de él el miedo; ¿le esperaría en la nueva Europa el mismo destino que Inglaterra impuso a David? ¿Dejarían aquellos europeos, hijos de la Revolución hablar a Hassan o harían oídos sordos a las palabras de paz que quería pronunciar? ¿Habían dejado los europeos sus corazones prestos al miedo?
Preguntas que sólo el tiempo podría responder.
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